domingo, 18 de julio de 2010

That's the way.

-Venga, empieza. No tengo todo el día.
Lo veía moverse por toda la habitación, su mirada rebotaba en todos los muebles. Se retorcía las manos, estaba nervioso. Y yo tenía el triple de nerviosismo que él; lástima que casi ni se me notara, pues me ocultaba bajo una máscara de dureza.
-Empieza- le repetí. Escupe, suelta todo eso que tienes que decirme.

Puso fin a su paseo y tomo asiento en la butaca de piel marrón de la esquina, justo como yo había imaginado. A continuación, probablemente, se echaría el pelo hacia atrás; luego sacaría uno de los cigarrillos que siempre llevaba en la cajetilla del bolsillo izquierdo de su chaqueta verde y lo prendería con su fiel encendedor, que siempre le acompañaba en el bolsillo del pantalón. Quizá luego daría 3 o 4 caladas, expulsaría todo el humo y, finalmente, comenzaría a hablar.

Efectivamente, arrastró su brazo hacia el bolsillo de la chaqueta, pero, cuando estaba a punto de sacar la cajetilla, se detuvo repentinamente.

-Bien, pues allá vamos.-comenzó. Aquello suponía un brusco cambio en todo lo que yo había imaginado que sucedería, lo que siempre pasaba. Lo que yo había observado tantas veces y en torno a lo cual había trazado mi plan. Ese giro de los hechos me hizo tambalearme.

-Oye, no- la voz me temblaba. Carraspeé. -¿Sabes? Lo he pensado mejor, no hace falta que digas nada. Perdona por haberte hecho venir, pero, oye, míralo por el lado bueno, te quito un peso de encima. Ya no tendrás que sentirte obligado a vomitar todas esas palabras que habrás pensado mientras estabas de camino. Pero... ¿he dicho perdona? ¡Que demonios! Yo no tengo por qué pedirte perdón, no te he llamado, no te pedí que vinieras. Lo has hecho tú, ¡tú solito! ¿Crees que de buenas a primeras puedes aparecer por aquí, sin más? ¿Crees que puedes tratar de recomponer lo que desde tiempo atrás está roto? No, no puedes. ¡Ni siquiera sé cómo has tenido la desfachatez de presentarte aquí!-empezaba a gritarle-¿quién te crees que eres tú para hacer esto?
Has llegado así, sin avisar. Mírame, ¡mírame!, estoy horrible, si hubiera sabido que venías al menos me habría esmerado un poco en recogerme el pelo, con un poco de suerte hasta quizá me habría puesto carmín en los labios. Pero no... no. El señorito se cree lo suficientemente importante como para entrar y salir de aquí siempre que lo desee, ¿no es eso cierto? ¡Pues no es así, así no funcionan las cosas!
Esta no es tu casa, ni siquiera es la mía. Pero tengo más derecho en ella del que tienes tú, maldito...

En ese momento empecé a soltar millones de palabras, algunas de ellas sin sentido alguno, y otras de esas que no se pueden decir en horario infantil. Las lágrimas comenzaron a brotar en mis ojos, pero no las dejé caer. Por mi madre que aquellas no iban a salir de mis párpados. Cuando por fin me calmé, continué con mi discurso.

-Mira, lárgate de aquí. Es lo mejor que podrías hacer en este momento. No te necesito, no necesito nada que tenga que ver contigo. Eh, mírame, estoy despeinada pero estoy perfecta. Vivo en un país nuevo, un lugar precioso, tengo empleo y estoy haciendo amigos. Lo paso bien aquí. Ni siquiera he pensado en ti en los últimos meses.-Mentira- Dentro de poco uno de esos amigos probablemente se convierta en algo más, viviremos un tiempo loco y por fin sentaremos cabeza y quizá formemos una familia, quién sabe.Todo me va bien, tú ya no formas parte de esto. Si no te importa, tengo mucho que hacer, así que recoge tus cosas y márchate. Yo estaré en la cocina, no hace falta que te despidas. Cuando lo tengas todo, ya sabes dónde está la puerta.

Y tal como le dije, fui a la cocina, y empecé a cortar una zanahoria hasta que oí la puerta cerrándose. Entonces me puse a mirar por la ventana aquella nueva ciudad que me había acogido. Todo lo que le había dicho era cierto; tenía amigos, empleo, lo pasaba bien. Sin embargo las cosas no serían tan fáciles como yo las pintaba.

Al día siguiente me levanté temprano, y pasé la mañana en el aeropuerto. Su avión salía en unas pocas horas. Ni siquiera quería encontrármelo, sólo asegurarme de que se marchaba.
Tiempo después oí el aviso para los pasajeros de su vuelo. Lo vi en la interminable cola de personas que se iba formando. Justo cuando le entregó el pasaje a una de esas altas, delgadas y guapísimas azafatas que hay en los aeropuertos, se giró.
Me conocía lo suficiente como para saber que yo iba a estar allí. Nos miramos durante un segundo, no me sonrió ni tampoco yo le sonreí. Sólo nos limitamos a mirarnos. Después continuó caminando hasta que lo perdí de vista.

Me quedé un rato más, no sé exactamente cuanto, mirando aquel pasillo. Mentiría si dijera que no me moría de ganas por saltarme todas las medidas de seguridad, llegar hasta ese avión, y rogarle que se quedara. Pero no lo haría. No lo haría porque yo no era de ese tipo de personas, porque tenía la fuerza suficiente para dejarle ir y porque así me ahorraría unas horas de charla con la gente de seguridad del aeropuerto. Así que me marché de aquel lugar, y me puse a recorrer las calles. Se había ido, y esta vez no iba a volver.

martes, 1 de junio de 2010

all we have never said

Envueltos entre los papeles repartidos por aquella habitación, tus sentimientos y tú acudían a una cita. Te sentabas frente a la máquina de escribir y agitabas la copa llena de ginebra, mientras mirabas a los ojos de la impotencia. Tu rostro era una viva partitura repleta de silencios que suplicaban que se marchara de allí de inmediato, dejándote sola entre esas cuatro paredes.
Lo curioso del asunto es que, en tu imaginación, siempre solías tener escenas como esa, cuyo protagonista era un muchacho desgarbado, de aspecto bohemio y con un apenas visible bigote. Y de pronto, en ese justo instante, el papel principal de la obra te lo habían otorgado a ti, una chica que no había vivido lo suficiente como para conocer siquiera el verdadero significado de la palabra vida, y que sin embargo creía llevar sobre sus hombros todo el peso del mundo, cuando su carga sólo llegaba a alcanzar unos cuantos gramos.

Porque tu carga apenas no existía, pero a su vez era lo más real que podías sentir. Porque aquel peso en realidad estaba lleno de palabras que no sonaban o palabras que se quedaban por decir. Cuando al resto de las personas solían dolerle las frases más agresivas o duras que pudieran formular, a ti, por el contrario, te amargaban aquellas cosas que no llegaban a salir de la boca de la gente.

El sonido cada vez menos intenso de algunas palabras, la idea de que muchas otras nunca hubieran llegado a rondar por tus oídos, era lo que deambulaba por tu mente, chocando, buscando en cada recoveco un nuevo rincón donde herir, provocando tu miedo.

jueves, 20 de mayo de 2010

Esquivando baldosas

Querida amiga mía, quién lo iba a decir. La memoria me traiciona, no consigo recordar si era Julio o Agosto, pero allí estábamos nosotras.
Conservo la emoción de tus ojos, tus labios temblorosos mientras hablabas. Estabas completamente indecisa, ¡no sabías siquiera qué ropa ponerte!
Te probabas pantalones, vestidos y faldas. Cuando parecía que al fin te habías decidido, cambiabas una y otra vez de camiseta.
Llegabas a ponerme un poco nerviosa, me apurabas, pensaba que luego no me daría tiempo a prepararme. Me aburría de estar esperando allí a que eligieras un nuevo conjunto, pero lo cierto es que verte así, nerviosa e inquieta, tenía su toque de gracia.

¡Por fin lo lograste! Cuando te vi salir, te confesé, sinceramente, que estabas guapísima. Te decidiste por una blusa blanca que llevabas metida por dentro de una falda azul de talle alto, con vuelo. Llevabas esas sandalias de flores que tanto te gustaban, que tenías desgastadas de tanto ponerte, porque eran los únicos zapatos abiertos con los que te sentías cómoda.
Resultaba bastante raro verte así, sin tus pantalones, tus tenis y tu sudadera habituales. Pero, eso sí, tu inseparable bolso marrón permanecía contigo, como siempre.

Abandonábamos la ciudad en coche. Mi tía y mi madre iban en los asientos delanteros, charlando, algo habitual. Tú, también como de costumbre, ibas callada a mi lado. Yo intervenía en la conversación que ellas mantenían, y tú dejabas caer de vez en cuando una pequeña frase.

En ocasiones miraba hacia ti, pero no veía tu cara. Tenías la vista dirigida a la ventanilla.
Las líneas de la carretera pasaban rápidas, y probablemente estabas intentando contarlas, como solías hacer.
Podía ver que tenías las manos sudorosas. Las retorcías y estirabas, fruto de tu nerviosismo, y luego las dejabas reposar sobre tus piernas durante un rato. Casi podía oír todas las palabras que revoloteaban por tu mente; tus pensamientos irían a tal velocidad que, con total seguridad, se estaban convirtiendo en frases sin sentido que colapsaban tu cerebro.

Por fin llegamos, nos despedimos de mamá y de la tía, y caminamos por un rato. Recuerdo que el viento levantaba un poco tu falda; soltabas millones de tacos y ambas nos reíamos. Cada vez estabas más nerviosa, lo notaba perfectamente, tu carcajada se quebraba de vez en cuando.
Compramos algunos refrescos, porque, como suele pasar en casi todo el verano aquí, nos encontrábamos en un día realmente caluroso. Estabas alarmada por si empezabas a sudar y eso afectaba a tu pelo o al maquillaje, realmente alarmada.

Un rato después, finalmente, tuve que dejarte sola. Quedamos para vernos más tarde y me despedí de ti, deseándote, silenciosamente, toda la suerte del mundo.

Ahora puedo imaginarte allí sentada, en una espera de escasos minutos que, sin embargo, debieron ser interminables para ti. Te conozco tan bien que automáticamente esbozo una sonrisa al pensar en la expresión que debías tener. Puede que incluso te sonrojaras, no lo sé.

-Hola- te dijo. ¡Y lo qué hubiera pagado yo por verte en aquel momento! Pero no me hacía falta, ya te he dicho que te conozco lo suficiente como para saber cómo te sentiste, qué hiciste...

Y, bueno, lo que si que recuerdo con toda claridad es nuestro regreso a casa unas horas más tarde. A pesar de todo, tu seguías empapada de nerviosismo, ambas hablábamos sin parar. Reíamos y reíamos, imaginábamos cosas, intentábamos conectar otras, sacábamos divertidas conclusiones y yo te daba ánimos una y otra vez. Sabía que la esperanza comenzaba a nacer en ti, y nunca olvidaré ese momento.

Querida amiga, querida amiga...

sábado, 15 de mayo de 2010

That's where I'm gonna wait.

Te encantaba el jardín de la abuela, siempre que ibas de visita a su casa pasabas largos ratos allí. Te tumbabas en la hierba y veías las nubes pasar, lentas, adivinando las formas que escondían; enroscabas briznas de hierba en tus manos y luego las soltabas, como solías hacer con los pequeños tirabuzones de tu pelo; cuando el Sol pegaba fuerte, siempre contabas con la sombra del castaño que había en la esquina, junto a la preciosa valla que rodeaba aquel paraíso. Te sentías completo en aquel lugar, estabas en total paz.
Un día, mientras tu madre cocinaba dentro con la abuela, tú te encontrabas en medio de una de esas largas estancias en el jardín. De pronto, te fijaste en una pequeña flor que nunca antes había atraído tu atención. No es que fuera gran cosa, desde luego, pero te acercaste a observarla más detenidamente. Tenía unos redondos pétalos, con una ligera curvatura al final, coloreados de un vivo rojo moteado con diminutas, casi imperceptibles, manchas negras. Su tallo era de un color verde oscuro, pero bastante intenso, y tenía una textura realmente suave. Era curioso que un pequeño ser vivo pudiera esconder tantas cosas.

Desde entonces, cada vez que ibas a casa de la abuela, dedicabas un rato a la flor. Era la única de esa clase que había en el jardín, y estaba sola, en medio de éste, acompañada sólo por la brisa que la sacudía. Y ahora por ti, claro.

Comenzaste a ir más frecuentemente a casa de la abuela y a demostrar todo tu cuidado a la flor. Siempre la regabas, espantabas a algún insecto que trepaba por ella, cortabas las malas hierbas que de cuando en cuando crecían a su alrededor...
La flor fue creciendo y tú con ella. Tú casi no notabas ese crecimiento, pues la veías muy a menudo, pero la abuela solía mirarla con expresión de sorpresa. -¡Vaya por Dios! Hay que ver cuánto ha crecido... quién lo iba a decir.- decía siempre.

Tu vida pasó a estar conectada con la de aquella flor. A veces te parecía totalmente irónico y te producía risa, pues era bastante extraño prestar tanta atención a un ser vivo tan insignificante para el resto del mundo.
De cualquier modo, esto te daba un poco igual. Tú le habías ayudado a crecer, a prosperar y a sobrevivir en aquel jardín. A veces incluso hablabas con ella, por supuesto, sin obtener respuesta alguna, cosa que te entristecía, pero aún así no perdías la ilusión. Ahora era tu flor, era tuya, la querías.

Durante el verano, estuviste casi dos meses en el extranjero. Lo cierto es que al principio añorabas a la flor, pero, poco a poco, con las amistades que hacías la ibas olvidando. Al final, entre unas cosas y otras, acabo por borrarse casi por completo de tu recuerdo. Casi.

Cuando regresaste a tu casa en Septiembre, fuiste a visitar a la abuela para entregarle los regalos que le habías comprado en tu viaje. ¿Recuerdas su cara de emoción al ver aquella blusa que le diste? Se la puso enseguida y pasó toda la tarde comentando con tu madre cómo le sentaba. La conversación fue haciéndose muy aburrida y monótona para ti, así que decidiste cambiar de aires. Saliste un rato al jardín pues hacía bastante tiempo que no pasabas por allí.
Al llegar de nuevo a tu paraíso particular viste que nada había cambiado. El castaño continuaba allí, tan imponente como siempre, y la hierba había crecido un poco. Te apoyaste en la valla, mirando hacia el horizonte, cuando de repente recordaste a una vieja amiga. Te giraste y dirigiste tu mirada hacia el centro del jardín, con una amplia sonrisa.
Sin embargo, no viste aquel punto rojo que siempre destacaba entre la verde hierba.
Te acercaste corriendo al lugar, desesperado y asustado, y tu flor se convirtió en una horrible visión para ti. Las diminutas manchas negras, antes casi invisibles, ahora podían verse a simple vista, habían crecido; los pétalos ya no eran redondeados, sino que tenían un contorno recortado y carcomido, y el tallo se había oscurecido aún más, llegando a ser casi negro. Tu flor ya no brillaba, estaba marchitándose. Se iba.

Todavía no has encontrado un dolor comparable al que sentiste en ese momento. Las lágrimas brotaban de tus ojos sin que pudieras controlarlas, casi intentabas emplearlas para regar la flor y hacer que se recuperara. Acariciabas el tallo, intentando revivir el tacto suave que antes había tenido éste. Pero nada ocurría, nada ocurría. Y tú te derrumbabas en la hierba, mirando suplicante a la flor, rogando porque volviera a ser la de antes.

Entonces, ibas todos los días a casa de la abuela, acabando por marcharte a vivir allí, para ver como continuaba tu amiga. Pero siempre estaba igual. La regabas, apartabas a cualquier animal que se le acercara, como habías hecho meses antes. Lejos de rodearla con una valla para potegerla, plantaste multitud de flores de la misma especie a su alrededor. Pretendías que así no tuviera sólo tu compañía, sino también la de todas sus iguales. Tu flor comenzó a mejorar, pero muy lentamente, casi no lo notabas. Muy poco, muy poco...

Todas las flores de su alrededor estaban resplandecientes, ni siquiera parecían iguales a ella. Casi tapaban a tu flor con sus grandes pétalos, pero tu siempre te encargabas de evitar ésto, para que siempre recibiera rayos de Sol.
Era realmente importante para ti, y sabías que tú lo eras también para ella, a pesar de que no fuera casi sensitiva.

La abuela estaba contenta con la tarea que habías hecho en el jardín, era más hermoso aún. Pero era ajena a la verdadera causa que te había llevado a hacerlo, y por eso no comprendía tu dolor, ni se explicaba tu empeño.

No importaba si llovía o tronaba, siempre estabas allí, cuidándola y protegiéndola. Por las noches, te marchabas a dormir muy tarde. Pasabas un largo rato con ella, en el jardín, hablándole, contándole todo lo qué te pasaba y repitiéndole una y otra vez tu deseo de que mejorara.
Cuando era ya muy tarde y el sueño empezaba a vencerte, te marchabas a tu cuarto. Pero antes de tumbarte en la cama, observabas el jardín, adivinando entre las sombras de la noche la silueta de tu amiga.

Tras el cristal de esa ventana pasó el tiempo también para ti. Cada día estabas más cansado, tu paciencia se agotaba y comenzabas a pensar que todo aquello era una causa perdida. Poco a poco tú también te marchitabas, convirtiéndote en flor.

Pero, a pesar de todo, en el fondo de ti mismo aún tenías ilusión y amor hacia ella. Tu esfuerzo no parecía dar sus frutos, salvo en contadas ocasiones en que veías que la flor experimentaba algunos pequeños cambios. Aún conservabas la esperanza de que lo lograría, y sabías con total certeza que ella podría.

domingo, 25 de abril de 2010

Fruere hora.

¿Qué pasará? Era una pregunta que me hacía muy frecuentemente, y para la que nunca obtenía una respuesta clara. El futuro era uno de mis mayores miedos y muchas veces me ahogaba en todo aquello que me quedaba por vivir y que aún era totalmente desconocido.
Ciertamente temía a la muerte, en todas sus formas. Temía la manera en que iba a irme de este mundo, lo que vendría por delante y la huella que dejaría a mi paso. Pero no todo giraba en torno a la muerte, el miedo era al futuro en general. Los estudios, el trabajo, la familia, los amigos... ¿Permanecerían o se marcharían en el día de mañana?
Por supuesto, no se puede vivir así, es completamente insano. No podemos dejar de lado la vida que tenemos por delante, claro que no, pero tampoco podemos vivir en función a las consecuencias que nuestras acciones tendrán más adelante. Hay que vivir hoy, deshaciéndonos un poco de ese miedo que nos rodea. Ser felices, aprovechar el momento, nada más que eso.

Lo cierto es que solía llorar mucho. No es que fuera una persona triste, al contrario, solía ser bastante feliz. Como cualquier persona tenía mis más y mis menos, pero no llevaba una mala vida.
En mi opinión, era un tanto hipersensible, tanto para los aspectos positivos como para los negativos.
Lloraba casi diariamente. A veces, déjame que te confiese mi secreto, lo hacía incluso inconscientemente. Pero no es que llorara sin motivo alguno, simplemente de mis ojos brotaban lágrimas automáticas, que, posteriormente, se alimentaban de pensamientos que rondaban mi cabeza.
Otras veces, por supuesto, siempre había un detonante que me llevaba a llorar. En algunos casos era algo insignificante, algo sin sentido alguno, mientras que en otros... bueno, en otros ya eran palabras mayores.
Recuerdo que una vez mi madre estaba enferma y tuve que curarle una herida. La venda temblaba en mis manos, y a pesar de que la tarea que tenía que llevar a cabo no presentaba dificultad alguna, a mí se me venía el mundo encima. En cuanto pegué el último pedacito de esparadrapo, me retiré a mi habitación y empecé a llorar. Todo fue porque veía a mi madre muy vulnerable, y eso me asustaba bastante.
Otra vez derramé un par de lágrimas cuando leí un viejo diario. Maldita nostalgia.
En otra ocasión, mi hermana quería regalarme algo suyo, no recuerdo qué; sólo sé que fue un gesto tan humilde que bastó para robarme algunas otras lágrimas.

Pero, como he dicho antes, no siempre era la tristeza el ingrediente secreto que me hacía llorar.
Una vez recibí un mensaje en el móvil. Eran apenas dos líneas, pero fui tan feliz que estuve un rato llorando a la vez que esbozaba una sonrisa. Esa sensación, sentir que se acuerdan de ti. ¿A quién no le gusta que le digan algo bonito?
Lo mismo pasó cuando mi padre me envió una foto de mi hermana. Tenía unas sondas dentro de la nariz, porque la habían operado hacían sólo unas horas. Cuando la vi no hacía más que pensar “mi niña, mi niña...” Qué satisfactorio saber que estaba bien.
Lo dicho, que lloro como una magdalena.

Otra cosa que me solía pasar era que se me perdía la mirada. Me quedaba mirando a un punto fijo, sin querer. Podía pasar así un buen rato. A veces estaba hablando con alguien, o bien me estaban contando algo, y yo no les miraba, sino que mi vista se clavaba más lejos de donde ellos estaban. Incluso a veces las personas se giraban hacia atrás pensando que estaba mirando algo, centrando mi atención en otra cosa.
Aunque muchas otras veces no les miraba porque me asustaba el contacto visual. Me daba mucha vergüenza mirar a la gente directamente a los ojos. Pero bueno.

También daba muchas vueltas a las cosas. Es bueno pensar, desde luego que sí, pero no quizá de la manera en que yo lo hacía. Reflexionaba sobre algo una y otra vez y luego sacaba conclusiones descabelladas. Muchas veces la gente se sorprendía de que se me hubiera podido ocurrir algo así, que para ellos, era un hecho completamente imposible.

Y bueno, luego ya están las demás cosas de la vida. Si oigo un ruido por la noche, me quedo sin respirar un rato, esperando a ver si vuelvo a escucharlo. Del mismo modo, intento acompasar mi respiración con la de mis hermanas, que duermen en la habitación contigua, para ver si noto alguna anomalía.
Siempre antes de dormir calculo las horas de sueño que tendré. Bebo el zumo a pequeños tragos, muy pequeños, es difícil verme bebiéndolo deprisa. Tengo un problema con las cosas sólidas dentro de un líquido, véase los grumos de cacao en la leche o la pulpa de la fruta en los zumos. Tampoco soporto los trocitos en el yogur.
Siempre ando tocándome el fleco, es una obsesión. Tiene que estar en su sitio. Sin abrirse por ningún lado.
Me fijo mucho en la expresión de la gente, e intento descifrar lo que quieren decir.
Siempre estoy haciendo juegos de palabras mentalmente. Da igual que esté hablando de Isabel la Católica, de los hábitos alimenticios de los americanos o de lo que ha dicho el hombre del tiempo en el telediario. Siempre tengo la mente ocupada con juegos de palabras.
Por otra parte, me producen bastante asco las orejas, aunque lo estoy superando.
¡Ah! Casi se me olvidaba. Me encanta escribir, crear sensaciones, emociones, lo que sea, a partir de palabras. Y bueno, quizá no consiga transmitir, pero eso no acaba con mi ilusión de enseñarle al mundo una parte de mí mediante la escritura.

Así soy yo. Muy superficialmente, claro.

jueves, 15 de abril de 2010

Afrique Bergeron, encantada.
Esas fueron las palabras exactas que pronuncié en mi última entrevista de trabajo.
Tras numerosos intentos fallidos por conseguir un empleo, por fin parecía que
había encontrado algo corriente. Había solicitado un puesto en la pescadería de
la Rue Valme, y parecía ideal, hasta que descubrí que el olor a pescado no
provenía de los productos, sino de madame Ladoucette, la dueña; también probé
suerte en la tienda de mascotas "Mon petit chien", sí, esa que está cerca del
puente, a mano izquierda. En cuanto entré por la puerta comencé a estornudar
como si fuera víctima de un horrible catarro, y un momento después descubrí que
era alérgica a los perros.
Esta vez intentaría conseguir algo como esteticista, en un salón de belleza. La verdad es que no tenía
ni la más remota idea de como trabajar allí y no era un trabajo que me interesara.
Para ser totalmente sincera, odiaba tener que hacerle la manicura a las refinadas
señoritas incapaces de comprar un esmalte de uñas en los Almacenes Leveque.
¡Qué no costaba un ojo de la cara, por el amor de Dios!
Pero, me gustara o no, de alguna manera tenía que ganarme el pan de cada día.
Así que llegué al establecimiento y me senté en una de las butacas mientras es_
peraba la entrevista.
Estaba absorta observando el terciopelo rojo del asiento, descolorido por los años,
cuando escuché una conversación que atrajo mi atención y me llevó a dar
un giro de ciento ochenta grados.

-Ajá, sí... aaaaahh... Por supuesto, soy esteticista aaahh.. desde, veamos... aaah
unos dos años y... ¡Laurence! Tráeme esos jodidos rulos ¿quieres? Bueno sí, aaaahh,
¿por dónde iba? Ah sí, esteticista sí y, aaahh, ¿de qué tamaño quería los rulos?

La voz provenía de una chica joven, de unos veinte años, que estaba atendiendo
a una clienta. Realmente era muy guapa y llamaba la atención. Tenía unas tetas
del diámetro de una pelota de baloncesto y sobre ellas caía su melena de color
rubio platino. Además sus ojos eran verdaderamente enormes, y estaban comple_
tamente bordeados de maquillaje, lo que los hacía parecer aún mayores.
Pero yo no podía apartar la vista de su boca. Mientras hablaba masticaba un
chicle, ¡y vaya jaleo que se traía con el chicle! Lo movía hacia la derecha y luego
hacia la izquierda. Y venga el chicle hacia arriba, venga el chicle hacia abajo.
Parecía que tenía vida propia y que bailaba un vals dentro de la boca de la chica.
Pero lo peor no era el chicle, sino más bien ese sonido que emitía una y otra vez
cuando hablaba. Era una mezcla entre un gemido y un suspiro. Me recordaba
a esas noches en las que los tabiques de mi edificio temblaban, porque el tabernero
venía a visitar a la vecina del cuarto.
Y si había algo aún peor que ese sonido, era lo que la joven tenía entre las manos.
Pelo. Pelo y más pelo. Enrollaba el cabello de la clienta en el cepillo y lo estiraba.
Antes de continuar, tengo que decir que odio el pelo, porque una vez en...

-¡Afrique Bergeron! ¿Afrique? ¿Cómo carajo se pronuncia ésto? ¡Af...!
-Sí, soy yo. Afrique Bergeron, encantada.-
-Lo mismo digo, cielo, soy Laurence. Pasa por aquí pero, oye, espera, que tengo
que... ¡Marie, toma los puñeteros rulos! Mira que estás pesadita. Sí, bueno, Afrique,
¿cierto? Pasa, sí.

Entré con Laurence a una pequeña y anticuada habitación en la que sólo había
un destartalado escritorio, un par de millones de utensilios de peluquería, y a la que el
papel levantado de las paredes daba un aspecto aún más desolador.

-Bueno, Afrique, empecemos. Pero antes, déjame mirar... tiene que estar...

Laurence rebuscaba en los cajones del escritorio mientras yo la observaba
cuidadosamente. Era, desdeluego, una mujer de avanzada edad. Sin embargo,
como buena anfitriona de un salón de belleza, ocultaba las arrugas con toneladas
y toneladas de maquillaje. Además, llevaba los labios hasta los topes de carmín,
pero aún así se podía ver que estaban secos. Cada vez que cerraba los
párpados, podía, si me esforzaba mucho, escuchar el sonido de sus larguísimas
pestañas rozándose. ¡Parecía que iban a provocar un vendaval!

-Ajá aquí está- Laurence interrumpió mis pensamientos- Tu currículum. Veamos...
Afrique, 23 años y, ummm, por lo que veo no tienes mucha experiencia en
negocios de este tipo, ¿eh?
-Bueno verá, madame Laurence. Ciertamente nunca he trabajado en un salón
de belleza, pero créame que puedo ser muy eficiente y...
-¿Puedo preguntar entonces por qué muestras tanto interés en conseguir el
trabajo?-preguntó Laurence- En tu currículum dice que es uno de tus mayores
deseos.
-La verdad es que necesito el dinero.

El nerviosismo que sentía en aquel momento me hacía dirigir mi mirada a todos
los rincones de la habitación. En realidad, Laurence no imponía nada de respeto, y de hecho
me dedicaba una sonrisa muy afectuosa. Sin embargo, siempre me ocurría igual,
no podía mirar a la gente directamente a los ojos cuando hablaba.
De pronto, en medio de mi desenfrenado paseo visual, vi uno de esos grandes
secadores profesionales en una esquina de la habitación. Automáticamente
vino a mi mente la imagen de la clienta que había visto sufriendo la tortura de las
manos de la tal Marie.

-¿Afrique?
-Sí, eh... sí, disculpe Laurence.-

Me paré a mirar un poco más detenidamente a la mujer, y me fijé en su pelo. Oh, no.

-Continúa, querida- me animó Laurence con melodiosa voz.
-Sí, verás... el trabajo, ¿no? Bueno- No podía apartar la vista de su pelo- Laurence,
Laurence. El trabajo, yo, esteticista y... Laurence. Por favor, ¿te puedo tutear? Bueno,
Laurence, le tengo pánico al pelo, no lo puedo evitar. Es algo tan absurdo como
ilógico, pero es la realidad. Creo que todo empezó en el verano de hace unos... 15
ó 17 años. Toda mi familia iba a casa del tío Pascal, porque verás, mi tío Pascal tiene
una enorme piscina. Además, vive en Marseille, cerca de la playa. Y, claro, vino
mi primo Paul, que en aquel entonces llevaba una enorme melena. De veras,
era digno de ver. Parecía una estrella de rock. Mi madre y la madre de Paul siempre
comentaban que planeaban raparle cuando estuviera durmiendo. La cosa
es que una tarde se duchó, y dejó la bañera llena de pelo. Sí, como lo oyes, Laurence.
Desde entonces no lo tolero. Y ahora mismo, estoy aquí, hablando contigo y
me he acordado de esa chica de los jodidos rulos.. ¿Marie? Sí, creo que sí, esa que
parecía una Barbie. Y pensé en su clienta, y ahora no puedo hacer más que mirarte
el pelo a ti. Y ciertamente ese recogido no te favorece, Laurence.
Creo que llevas un millón de laca, de veras, no sé como no te pesa; no deberías
cocinar en esas condiciones, tu cabello tiene que ser inflamable ahora mismo.
Laurence, me recuerdas a una de esas señoritas del Barrio Rojo de Holanda, y no
quiero desprestigiarlas. Pasé por allí hace un par de años cuando... bueno, da igual.
Eres muy amable, Laurence. Acabo de conocerte pero debes de ser una bellísima
persona. Disculpa mi crueldad maquillada de franqueza.

Apenas 15 minutos después ya había salido del establecimiento. Me giré una
última vez y leí el rótulo que anunciaba "Laurence Beauté". Recordé que la vez
anterior que había observado el cartel, también llevaba mi currículum en la mano,
justo como en ese momento.
Sólo que en aquella ocasión venía con la ilusión de entregarlo, y ahora me lo llevaba
adornado con una palabra en mayúsculas: DENEGADO.

martes, 13 de abril de 2010

Midnight

La noche es clara, me decía, pero no me lo decía. Lo veía, la noche era clara, estaba clara.
La caricia de la hierba en la mejilla, mano áspera pero delicada, recuerdo de tu piel sobre mi piel. Tacto maravilloso a la par que extraño; tacto tan dulce como doloroso.
Piernas, pecho, abdomen. Húmedos, húmedos todos ellos , bañados en las gotas del rocío. El amargo abrazo de la tierra, revuelta. Cuerpo entero aferrado por el suelo.
Rabia, impotencia y melancolía maquillados por un falso bienestar. La pena deleita con su melodía. Notas que bailan entre los helechos, sacudiendo. Dulce sintonía malévola que hasta las copas de los almendros asciende, adentrándose resbaladiza en su plegado tronco. Asaltando robustos recovecos desciende hasta las raíces, llegando a la hierba, llegando a mí.
Mejilla, piernas, pecho, abdomen. Todo. Tocada por la pena. Como lágrimas desatándose de los párpados libera el árbol a sus hojas.

La noche es clara. La noche es clara, porque ya no es noche. La fina línea del horizonte, el cielo rompiéndose en miles de destellos.
Ya no es noche. El tiempo y el oscuro azabache se habían marchado revoloteando y los centelleantes ojos de Helios me observaban.